El Inquisidor

El incremento de  la tasa de mortalidad ha generado la necesidad de construir más cementerios; sin embargo, la falta de gestión de los organismos de control ha propiciado lugares inadecuados para estos fines; pues, aunque se supone que los cementerios inicialmente  se encontraban a las afueras de la ciudad, el incontrolado “desarrollo urbano” ha ocasionado que ahora sean parte de ella, generando áreas de potencial riesgo para el medio ambiente.

Vale la pena preguntarnos ¿Qué pasa con nuestros restos mortales? Ya que estos no se desvanecen, ni mucho menos desaparecen como algunos piensan. Estos restos se descomponen mediante un proceso de mineralización, y de no ser tratados correctamente se producen olores ofensivos, generándose emisiones de gases contaminantes a la atmósfera y polución en los cuerpos de agua por lixiviados de agentes patógenos, creando un deterioro irreversible que los muertos, en la inocencia propia de su carencia de vida y conciencia, no pueden evitar.

Estos lixiviados son soluciones acuosas ricas en sales minerales y sustancias orgánicas degradables, generalmente de color café o gris, los cuales son más viscosas que el agua, tienen un olor fuerte y  un alto grado de toxicidad y patogenicidad, que depende de la presencia de ciertos compuestos orgánicos y de la carga viral patogénica del cuerpo inhumado. Un adulto de aproximadamente 70 kilos de peso puede llegar a producir un volumen de hasta 40 litros de tales lixiviados, cuya composición comprende 60% de agua, 30% de sales minerales y 10% de sustancias complejas[1], poco conocidas, tales como la  putrescina (1,4-butanodiamina)  y cadaverina (1,5-pentanodiamina); dos moléculas degradables de alta solubilidad en  agua. Estos dos compuestos, de nombre siniestro, son la causa principal de la contaminación de las aguas subterráneas en zonas aledañas a cementerios, además de los compuestos nocivos procedentes de cuerpos que, en vida, fueron sometidos a tratamientos químicos, quimioterapias, radioterapias, marcapasos y otros tratamientos médicos.

Lo vivo y lo muerto, con la frontera que parece separarlos, se encuentran ahí, de forma real y simbólica, en esa otra frontera entre el mundo urbano y rural, como sucede en la ciudad de Yerba Buena. Ambos aspectos, el de lo vivo-muerto y el de lo rural-urbano, entran, como todo lo que se engloba en la biósfera, en la lógica de la generación, transporte y transformación de materia y energía. Parece, desde este punto de vista, que todo goza de inocencia, porque qué más natural que los distintos flujos de sustancias, tóxicas o no, en el perpetuum mobile de la naturaleza. Esa anda sola y lo haría de maravillas, si no fuera por esas pequeñas y grandes inconsciencias de nosotros, los humanos vivos, los culpables, “los conscientes de sí mismos y su entorno”.